jueves, diciembre 14, 2006

NOTA DEL sub EDITOR

Estimádísimos lectores:
El egregio señor Editor, don Heberto Donoso se ha encontrado un poco delicado de salud. Sin temor de ser infidente, debo advertirles que alguno de sus órganos no se ha comportado a la altura de las circunstancias y debido a ello me ha encargado que sea yo quien asuma sus labores, en tanto él se recupere de sus dolencias.
En función de esto, he tomado la decisión de exigirle al Señor Solís que haga públicos los trabajos que hubo de realizar en el ámbito periodístico, si es que puede llamarse de esa guisa los escritos que perpetró.
La advertencia la hago en función exclusiva de lo que Solís ha señalado como "prevención para que no se pierda el hilo conductor ", de la historia que él, según su visión, se encuentra "relatando" ( el entrecomillado es mío)
Por orden del Señor Editor
Fernando Oliveira

Objetos decorativos

A las nueve de la mañana sonó el timbre. Yo preparaba mi café con algo de sueño: no había tenido una buena noche. A pesar de mi buen comportamiento financiero de las últimas semanas, a Adriana le estaba pareciendo cada vez más injusto que fuera ella quien soportara las mayores cargas: las cuentas del auto que habíamos comprado el año anterior apretaban el presupuesto hasta la asfixia y no pensaba, por el momento, recurrir a los ahorros. Se sentía desgastada, dijo y luego de ello se sumió en uno de aquellos silencios melancólicos en los que yo pasaba a constituirme en una figura de porcelana, en un adorno en el contexto de la casa. En esas circunstancias, prefería retirarme, en calidad de adorno, hasta la salita en donde estaba el computador, pero sin encenderlo : los ornamentos de la casa se encuentran impedidos de realizar acciones concretas. Así, con nada concreto que hacer, me quedé largo rato inmóvil, sin pensar en nada, tal como la máscara ritual que estaba en el muro del comedor; luego de eso, pasé a ser la fotografía de nosotros visitando una fortificación española en el sur. Cuando estaba siendo una cuchara de plaqué, mis ojos se fueron cerrando y creo que por hacer más suave mi sueño, me dormí siendo el cojín más grande de toda la casa, ese que heredé de mi madre y que tiene un bordado en una esquina.

Por eso, y por lo poco habitual, me sobresaltó el ruido del timbre. Tomé la taza y me encaminé a la puerta. Era Bernales: traje de paño azul a rayas blancas, corbata amarilla. Gracias por el café, me dijo, tomó mi taza y entró sin más. Eligió el sillón verde, mi sillón, y se sentó. Aquí estoy Solís, me dijo, te traigo noticias. Las noticias consistían en que, por el momento, no había una plaza disponible en ningún trabajo digno de mis huesos. Ya te dije Solis, me dijo, lo que tú necesitas es un puesto digno, como tu rango de consultor, agregó, con sorna. Me contuve de mandarlo a la mierda, dada la calidad de artefacto que estaba ostentando en ese momento.
-Sin embargo, te tengo algunas propuestas para algunos trabajitos eventuales. Siéntate, que paso a contarte.
Y allí se quedó hablando hasta cerca del mediodía.
Cuando se marchó, tomé la tarjeta que dejó en la mesa del teléfono y disqué el número que aparecía al reverso. Pregunté por el nombre que aparecía sobre el número, que resultó ser el de una tal Pamela. Pamela era sobrina de Bernales o, al menos ella lo llamaba tío. Pamela era periodista y escribía en una revista más o menos prestigiosa. Estaba sin tema desde hace algunos meses ( Bernales me había advertido que en realidad era una “ periodista sin tema en una revista de temas”) y necesitaba algo que la alejara de las miradas socarronas de sus colegas y de la inevitable guillotina. Pagaba por un tema. Yo le propuse dos. Ella me dijo, uno por el momento y me preguntó cuál. Yo inventé: Bandera 642. Ella me preguntó: what?, y yo le expliqué. Le pareció bien y me preguntó how much?.Yo le dije quinientos y ella me replicó que cuatrocientos, por lo que acordamos cuatrocientos veinte, la mitad al empezar, o sea, ahora mismo. Después del almuerzo, cuando hube recibido mi pago por adelantado y, sabiamente, pagado la décimo cuarta letra del auto, dejé de ser objeto de decoración y me convertí en fantasma de periodista por los siguientes días.
Cuando por la tarde llegó Adriana, yo dormía sobre el computador con un título en la pantalla: Bandera 642 . La cartola de pago del Banco me otorgó el suficiente crédito como para volver a nuestra cama y tocar sus caderas mientras dormía. Nada más, pero nada menos también.

La luz y la memoria

A la salida del bar nos recibe un brillante sol de mediodía. No se si es eso, o el ruido que provocan aún en mis oídos las palabras de Bernales lo que me mantiene en un insoportable estado de mareo. Mientras caminamos sin rumbo definido se va haciendo cada minuto más palmaria la desagradable paradoja que representa el tipo que tengo a mi lado: hace un rato atrás, Bernales constituía, para mí, talvez la única posibilidad de algún futuro relativamente digno; pasó ese rato y, tras él, sin anestesia y con calculada frialdad me ha puesto en evidencia la vaciedad de mi pasado, la tibieza de mis convicciones ( si es que alguna vez las tuve), la inutilidad de mis esfuerzos ( si es que alguna vez los hice), lo fútil que era todo aquello que consideré tan valioso alguna vez .
Dice Kundera que uno desea ser dueño de su pasado; entrar en ese laboratorio en donde se retocan la fotografías y se reescriben las biografías y la historia. Bernales tiene la llave de mi laboratorio y sospecho que deberé pagar un precio por obtenerla.
Finalmente, creo, no era tanto el brillo del sol del mediodía que me cegaba, era más bien lo oscuro que estaba allá adentro.
Me despedí fríamente de Bernales, quien prometió comunicarse conmigo al día siguiente para entregarme novedades. Para asegurarme que no tuviera excusas en mi ubicación, le entregué una tarjeta de visita: la miró por ambos lados y se despidió con una sonrisa y, cuando había caminado algunos pasos giró y me gritó: ¡¡mañana hablamos, señor Consultor!!.
Hijo de puta

martes, noviembre 28, 2006

Bernales Unplugged

Bernales estira por segunda vez su brazo para que el garzón lo vea y asienta con la cabeza. La cuenta ya viene. Me mira fijamente, bebe su último sorbo de cerveza y eructa con suavidad hacia el costado, en sordina, sin dejar de mirarme. La situación me pone nervioso y bajo un poco la mirada mientras me rasco inexplicablemente una oreja. Si deseaba crear una situación en la que él establecía algún dominio y yo era el dominado, se ha completado la faena. Sin embargo, en ese momento no entiendo su propósito. Hace deslizar el tiempo como si fuera maleable, y luego de un segundo eructo, esta vez un poco menos soslayado, comienza a hablar. No logro retener todo lo que dice, por eso de mantener la vista tan fija en mí y el tanto bajar la mirada y rascarme, ahora, la otra oreja, pero es claro que me desea transmitir una especie de declaración de principios, una suerte de moralina contextualizada en los tiempos que le tocó vivir: que el no era comunista, era más bien un socialista de quinto enjuague, suscrito a una de las tantísimas corrientes que había entonces, “… de los de Mandujano, pero en una junta o comité o no me acuerdo cómo se llamaba, un tal Céspedes se escindió para formar una comisión unitaria con los de Briones o los de la Convergencia, ya no lo retengo. Eso de la comisión unitaria no funcionó, y los de Céspedes, que eran de Talca, quedaron solos y se pasaron a llamar Comisión Unitaria Maule, y yo fui el jefe del Comité Central A Santiago, que así se denominó, por lo que rápidamente nos comenzaron a llamar socialistas CUMAS. El resultado fue desastroso. Mientras yo me desgañitaba haciendo militancia entre la universidad y mi barrio, por debajo iban otros aportillando mi discurso y diciendo que eso de CUMAS iba muy bien con mi aspecto y con mi origen. No tarde en darme cuenta de lo inútil de mi esfuerzo, saqué mis conclusiones y me largué del partido, asqueado de lo que me hicieron. No guardé rencor, pero planifiqué mi desquite con absoluta frialdad…”.
Entendí entonces el porqué de su mirada y su efecto en mí. Necesitaba que le creyera, que hiciera causa común con su decepcionante experiencia. No lo necesitaba: las conclusiones que sacamos entonces ( y aún ahora) seguramente fueron las mismas , aunque, por lo menos desde mi vereda, no hay remordimientos. Desazón si.
“… Después de eso, y tu lo sabes, me cambié de universidad…. y de bando, pero esto último sólo formaba parte de una estrategia y, si quieres, de una venganza. Me construí una leyenda, ayudado por una serie de malentendidos que no me apuré en desmentir ni aclarar. Alguna tarde me vieron conversando con un tal Pantoja, que era de verdad un agente. Yo lo conocía de mi barrio, jugábamos a la pelota en la calle y, como ocurre de común, dejé de verlo por muchos años. Nos reencontramos, nos abrazamos y conversamos largo rato. Mientras la charla se conducía por el cauce de las cuestiones triviales yo ya había decidido que ese acercamiento me serviría para construirme una imagen de traidor y de soplón. Y no sólo la obtuve, te consta, sino que además me granjeé una especie de amistad con otros sujetos de mayor poder. El tal Pantoja era apenas un lacayo, un lustrabotas del régimen y para acceder a los siguientes escalones había que hacerse conocido .Hablé con el jefe, que no era otro que el director de una carrera - te sorprendería saber de quien hablo- y con sólo eso ya tuve las puertas abiertas para que se me reconociera como un “colaborador”. Todo tan fácil como haberme convertido en socialista. Y así, por largos cuatro años. Nadie pedía informes, nadie me solicitaba verificar la información; yo sólo decía lo que lograba oír en los patios, en los baños, en el casino, lo que soplaban algunos despistados. Entretanto estudiaba, no sabes con qué desesperación estudiaba, porque sabía que era mi única salvación, la única posibilidad de librar en este juego en que me había metido, porque, aunque no lo creas, había riesgo…” .

Eso era. Bernales sabía de mi existencia .
“… Porque seguramente algún estúpido me tomó en serio y ofreció un precio por mi traidora cabeza y porque además hubo otros tan idealistas como imbéciles que se tomaron al pié de la letra la oferta y comenzaron con el acoso. Y hubo algo parecido a una emboscada, en el patio de las rosas, ese pequeño, en donde se preparaban los exámenes, nada grave, unas cuantas patadas y una pistola ridícula en mi cabeza, niñerías. Después nada. De seguro algún dirigente más avispado les profetizó que Bernales sería pasado en breve tiempo … “ .
Eso era. Bernales alguna vez supo de mi, por eso todo aquello de la mirada fija y toda esa puesta en escena.
“… Jamás me preocupé de averiguar quienes habían sido. No me importó, no porque me importaran un carajo mis huesos, ni porque comprendiera que aquello formaba parte del riesgo de jugar mi juego .La razón era un poco más práctica: las caras de mis agresores serían las caras de mis socios en los próximos años.
Días antes de aquella golpiza había escuchado una conversación entre varios de los más conspicuos dirigentes estudiantiles. Diez o más. Decían que ya no era el momento de las resistencias de corte romántico. Que ahora lo que se llevaba era el posicionamiento, que apenas faltaban dos años para recobrar la democracia y con ello, el poder. Argumentaban que había que estar preparados intelectualmente para gobernar y que el liderazgo se probaba trabajando en la avanzada, no en la barricada. Hubo murmullos, alguno se atrevió con un discurso de corte revolucionario pero, en medio de las consignas, se puso de pié un tipo alto de pelo claro y algo mayor que el resto y lo hizo callar. “El desafío del futuro impone que estemos donde se debe estar”, dijo. Si los asistentes a esa reunión no entendieron lo que les quiso decir el tipo es cuestión de ellos, lo que es yo, no olvidaré jamás esas palabras.


Bernales y la conchetumadre.

jueves, noviembre 16, 2006

Toma de posesión

Después que hubo transcurrido aquel monstruoso minuto, Bernales se enderezó en su asiento, estiró su chaqueta, se acomodó el cuello y la corbata, miró sus uñas, escrutó a los parroquianos de su alrededor con desdén y, finalmente, tomó posesión de mi vida por las próximas semanas. Su labor, si es que de esa forma pudo llamarse lo que realizó, consistió en importunar cuanta actividad o inactividad llevé a cabo, dejándome en claro lo inútil, ineficiente y fracasado que era y que, salvo él, nadie, incluso Adriana, sería capaz de sacarme de ese pantano en que me hallaba. Yo, que suelo conceder y allanarme a las imposiciones de los terceros e incluso los cuartos, hice mutis por el foro y lo continué haciendo por largo tiempo, con la secreta esperanza que, como siempre, sea otro quien resuelva mis problemas de la vida concreta. La oferta -ambigua e inasible, pero más real que mis ensoñaciones- que recibí de Bernales en cuanto hubo terminado el funeral en que lo conocí, consistía en conseguirme no sólo un trabajo relativamente estable, sino que además, me hacía visible la posibilidad de reivindicarme frente a Adriana, con la posesión de algo parecido a un cargo de relativa – y etérea- importancia. “ Tu problema Solís, es que estás sobrecalificado para un trabajo común y corriente, pero no das el ancho para un cargo directivo, estas jodido, estas en zona de nadie. Por eso, YO soy el indicado para ayudarte, porque soy el único que puedo inventarte el trabajo para el cual naciste”. Esto, me lo dijo antes de pedir la cuenta y arreglarse por cuarta vez su corbata y de comenzar con un monólogo acerca de su vida, “ para que quede todo absolutamente claro entre nosotros”. Entonces Bernales me miró y comenzó a hablar, abriéndose otros monstruosos minutos.

martes, noviembre 07, 2006

Santa Teresa dixit

“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, Santa Teresa dijo, y tal como le ocurrió al personaje de Capote, mis plegarias obtuvieron respuesta, con sus consabidas lágrimas, que no fueron precisamente lágrimas, sino más bien molestias, interrupciones y largas conversaciones con Bernales. Porque fue Bernales quien encontró la solución para mi poco agradable condición de cesante, aunque no de forma directa. Y esa solución, la final, fue el principio de un verdadero mar (o debiera decir, mejor, lago) de lágrimas que debería derramar para agradecer esas plegarias.
Porque el pago de mi manda comenzó apenas terminado el funeral – que sería el último en que participaría – ;y el primer movimiento se ejecutó, paradojalmente pizzicato tanto, mientras nos sentábamos a esperar las cervezas, que pedimos en ese pequeño bar. Allí se abrió un particular e inédito silencio entre los dos. Sería una de las pocas ocasiones en las que tendría tiempo para pensar sin que Bernales me interrumpiera en las próximas semanas, y presiento que fue un acto deliberado de su parte, parte de la pieza que ejecutaba. En ese minuto, largo y extraño, lo recompuse en mi memoria, hace veinte años. Y ese recuerdo no fue divertido.
Nada es divertido cuando a uno se le viene encima la imagen de un tipo que parece despreciable para los ojos de aquella época ( o de cualquiera época si se quiere), que apenas dos o tres años antes personificaba todo lo contrario a lo que entonces veía y que, sin ningún pudor ni deseos de esconder su pasado, ejecutaba una versión tercermundista del quintacolumnismo, scherzo, eso sí con los mismos aires suficientes y pagados de sí mismo que en su aparición en plan revolucionario. Bernales, era ahora un soplón.
Y tampoco es divertido recordar que, aparte de la visión de Bernales, en esa misma escena se encuentra uno, veinte años antes, intentando conseguir aquello que, finalmente, no consiguió y que pensándolo bien, ahora ( y siempre desde hace veinte años) hubiera preferido las lágrimas de un plegaria concedida a esta sequedad de ojos que no ven más que el paso del tiempo y una hilera larga de desencuentros, también llamados fracasos.

jueves, noviembre 02, 2006

Bernales

Todo parecía desmesurado en Bernales. Su voz, sus acentos, su andar, sus gestos y, sobre todo, sus omisiones. Era un exceso en sí mismo, y me daba la impresión que aquello era precisamente lo que buscaba proyectar de si. Los defectos de los demás eran taras groseras, y sus virtudes, (que las tenía) verdaderos dones sobrehumanos, que Dios (quien más si no) los había puesto en él para enaltecer su figura. Así era Bernales. Pero también no era así. Y ese no ser así también era desmesurado y mucho mas, muchísimo mas delirante y siniestro. Porque a Bernales lo conocí ahora, pero lo había visto tantas veces como había intentado evitarlo durante años.
Lo ví por primera vez a comienzos de los años ochenta, hecho un bolchevique de zapatón y abrigo gris ejerciendo el oficio de la disidencia violenta en la primera universidad que llegué a pisar. Se pasaba el día instigando a los indecisos y levantando el brazo izquierdo con más rabia que convicción, mientras yo me dejaba embaucar por los ronroneos tibios de Maritain. No era el líder, pero sabía convencer a sus discípulos, si así se podía llamar al grupo de tres o cuatro imberbes que lo seguían y, sobre todo, subsidiaban en sus correrías por el café del campus. Al paso de un par de años y cuando fui conminado a retirarme de aquel frío edificio, Bernales ya cultivaba un agradable anonimato, perfectamente guarnecido por su grupo de admiradores, que ya había ascendido a siete o más enfurecidos imberbes, no recuerdo; y que fueron alguna vez detenidos por el Orden y la Ley. Bernales no. Y talvez ello se explique por lo que presencié la segunda vez que lo volví a ver.

miércoles, noviembre 01, 2006

NOTA DEL EDITOR

Este editor se hace un deber explicar a los lectores que el señor Solís se ha reportado enfermo precisamente en la fecha en que debía dejar en nuestra editorial, la última entrega de su trabajo.
Dado que somos una empresa seria, hemos reconvenido al señor Solís, emplazándolo a que cumpla con el trabajo comprometido en cuanto se encuentre de buena salud, haciéndole presente que esta será la última vez que toleraremos sus irresponsabilidades y que, de manifestarse la conducta descrita, reclutaremos a nuevos "entregadores" a efectos de dar pleno y cabal cumplimiento a esta empresa.

El Editor.

Heberto Donoso

miércoles, octubre 25, 2006

Economía de Emergencia

Luego de mi despido, Adriana, como casi siempre, y con maternal pero severa disciplina, dispuso unilateralmente un plan de emergencia que incluía la requisición absoluta de mis ahorros y de la indemnización. Estableció una economía de guerra que contemplaba, entre otras cosas, la disminución de mi cuota de cigarrillos a la mitad; la obligación de caminar si el destino de mi visita se extendía a las diez o veinte cuadras a la redonda y la imposibilidad de comprar el diario salvo para buscar trabajo, tarea en la que incurría con cada vez menos entusiasmo todos los domingo. En los dos meses siguientes, y contra todo pronóstico, me hice de unos trabajitos, también llamados pitutos, que me agenciaban algunos pesos nada despreciables, dadas las circunstancias. Muchos de esos trabajos no los conoció Adriana, pues duraban sólo algunas horas y, en vista de mi obligado recorte presupuestario, las retribuciones pecuniarias vinieron a formar parte de una caja chica con la que me hacía de suficientes cigarrillos para afrontar las semanas de eventuales limitaciones; algunos libros y una que otra colección de discos compactos abigarrados de películas pornográficas de procedencia holandesa que miraba con entusiasmo en la pantalla del computador, en las largas tardes que sucedieron a mi declaración de cesantía. Los libros los dejaba para enfrentar las mañanas, luego del café.
En aquella época, también solía visitar a menudo el cementerio, normalmente para leer con la tranquilidad que sólo otorgan los silencios amplificados de aquellos lugares. Me gustaba, sobre todo, la privacidad y el umbrío del sector de los llamados disidentes. Allí, junto a la tumba de Herr Schultz, geboren im Leipzig, solía sentarme a divagar y leer a mis anchas.
Aparte de la lectura, comencé ,casi sin darme cuenta, con una – si se quiere- bizarra práctica consistente en acompañar algunos cortejos fúnebres, especialmente los menos concurridos, que, por lo general, suelen corresponder a funerales de sujetos más o menos ancianos. Me sentía extrañamente reconfortado al percibir que nadie ejercía rechazo alguno a mi presencia, por lo que, con el tiempo, me alenté a trabar breves diálogos con los concurrentes, los que casi siempre desembocaban en una invitación a un café y, sorprendentemente, luego de profundas conversaciones a las que me entregaba sin reserva ni limitación de tiempo, a la toma de posesión de un mandato para asumir los asuntos derivados de la sucesión del difunto, cuestión que se constituyó en breve tiempo en la forma – nada ortodoxa – de ganarme la vida.
En uno de aquellos funerales conocí a Bernales.

lunes, octubre 23, 2006

Uno


Hace ya unos trece meses que perdí mi último empleo respetable. Luego de pasar (y padecer) por dos años en una anacrónica fábrica de galletas, cumpliendo labores premunido de un pomposo y desproporcionado cargo de jefe de recursos humanos, que no estaba constituida por otra cosa que la poco ardua tarea de contratar, remunerar - exigua e irregularmente - y sobre todo despedir a unos famélicos trabajadores que se dejaban caer cada tanto, Reinaldo, el dueño, que era conmigo algo parecido a lo que alguna vez se pudo llamar amigo, fue personalmente a comunicarme que mis servicios ya no eran necesarios. Accediendo la los requerimientos de una modernidad que años antes sólo había pasado por el frente de la fábrica, ahora había decidido entrar en la era digital adquiriendo un moderno programa computacional para el manejo del personal, al que se le adosaba un imberbe cubierto de erupciones cutáneas que lo controlaba sin estrépito y por añadidura, por desgracia para mi, por la mitad de mi sueldo. La decisión me pareció razonable y su actitud, honesta: en su caso habría hecho lo mismo y talvez ni siquiera habría dado la cara para comunicárselo al infeliz. Recibí los agradecimientos de rigor y un sobre que contenía exactamente hasta el último centavo a que tenía derecho. Los tomé (los agradecimientos y el dinero) con una sonrisa neutral, de circunstancia, y me retiré ese mismo día con mis escasas pertenencias, algunas de las cuales quedaron decorando el frontis de una casa en la calle Eleuterio Ramírez.

Por la tarde llame a Adriana y le conté lo de mi despido, sin esperar sus comentarios, que presentía llenos de presagios de fatalidad. Después de eso, vagué sin mucho entusiasmo por algunos bares, fui a un cine bastante desconchado donde por unos pesos me entregué, también con pocas ganas, a las hábiles manos de una muchacha que exprimió las últimas gotas del Miércoles que se iba yendo y emprendí el viaje de vuelta a casa cerca de las once, con mi indemnización prácticamente intacta. Adriana dormía.