Luego de mi despido, Adriana, como casi siempre, y con maternal pero severa disciplina, dispuso unilateralmente un plan de emergencia que incluía la requisición absoluta de mis ahorros y de la indemnización. Estableció una economía de guerra que contemplaba, entre otras cosas, la disminución de mi cuota de cigarrillos a la mitad; la obligación de caminar si el destino de mi visita se extendía a las diez o veinte cuadras a la redonda y la imposibilidad de comprar el diario salvo para buscar trabajo, tarea en la que incurría con cada vez menos entusiasmo todos los domingo. En los dos meses siguientes, y contra todo pronóstico, me hice de unos trabajitos, también llamados pitutos, que me agenciaban algunos pesos nada despreciables, dadas las circunstancias. Muchos de esos trabajos no los conoció Adriana, pues duraban sólo algunas horas y, en vista de mi obligado recorte presupuestario, las retribuciones pecuniarias vinieron a formar parte de una caja chica con la que me hacía de suficientes cigarrillos para afrontar las semanas de eventuales limitaciones; algunos libros y una que otra colección de discos compactos abigarrados de películas pornográficas de procedencia holandesa que miraba con entusiasmo en la pantalla del computador, en las largas tardes que sucedieron a mi declaración de cesantía. Los libros los dejaba para enfrentar las mañanas, luego del café.
En aquella época, también solía visitar a menudo el cementerio, normalmente para leer con la tranquilidad que sólo otorgan los silencios amplificados de aquellos lugares. Me gustaba, sobre todo, la privacidad y el umbrío del sector de los llamados disidentes. Allí, junto a la tumba de Herr Schultz, geboren im Leipzig, solía sentarme a divagar y leer a mis anchas.
Aparte de la lectura, comencé ,casi sin darme cuenta, con una – si se quiere- bizarra práctica consistente en acompañar algunos cortejos fúnebres, especialmente los menos concurridos, que, por lo general, suelen corresponder a funerales de sujetos más o menos ancianos. Me sentía extrañamente reconfortado al percibir que nadie ejercía rechazo alguno a mi presencia, por lo que, con el tiempo, me alenté a trabar breves diálogos con los concurrentes, los que casi siempre desembocaban en una invitación a un café y, sorprendentemente, luego de profundas conversaciones a las que me entregaba sin reserva ni limitación de tiempo, a la toma de posesión de un mandato para asumir los asuntos derivados de la sucesión del difunto, cuestión que se constituyó en breve tiempo en la forma – nada ortodoxa – de ganarme la vida.
En uno de aquellos funerales conocí a Bernales.
En aquella época, también solía visitar a menudo el cementerio, normalmente para leer con la tranquilidad que sólo otorgan los silencios amplificados de aquellos lugares. Me gustaba, sobre todo, la privacidad y el umbrío del sector de los llamados disidentes. Allí, junto a la tumba de Herr Schultz, geboren im Leipzig, solía sentarme a divagar y leer a mis anchas.
Aparte de la lectura, comencé ,casi sin darme cuenta, con una – si se quiere- bizarra práctica consistente en acompañar algunos cortejos fúnebres, especialmente los menos concurridos, que, por lo general, suelen corresponder a funerales de sujetos más o menos ancianos. Me sentía extrañamente reconfortado al percibir que nadie ejercía rechazo alguno a mi presencia, por lo que, con el tiempo, me alenté a trabar breves diálogos con los concurrentes, los que casi siempre desembocaban en una invitación a un café y, sorprendentemente, luego de profundas conversaciones a las que me entregaba sin reserva ni limitación de tiempo, a la toma de posesión de un mandato para asumir los asuntos derivados de la sucesión del difunto, cuestión que se constituyó en breve tiempo en la forma – nada ortodoxa – de ganarme la vida.
En uno de aquellos funerales conocí a Bernales.